martes, 13 de octubre de 2015

Cuento inconcluso para gatos con alcurnia

Apolo estuvo a punto de llamarse Fermín ya que había llegado al mundo justo la mañana en que se celebraban las fiestas mayores de Pamplona a las cuales Papá Gato era especialmente aficionado. Mamá gata que jamás había entendido que a un gato juicioso y callado, como lo era su marido, pudiera gustarle correr delante de una manada de toros, se negó rotundamente a que su hijo menor llevara tal nombre. Con un argumento similar, aunque de otro calibre, el pequeño minino tampoco llegó a llamarse Michín. Esta vez fue Papá Gato quien argumentó que tal apelativo sólo podían llevarlo un fulano de dudosa estirpe o un matón de poca monta. Y que su familia bien podía presumir en cientos de años de no haber tenido ni de lo uno ni de lo otro. Así que junto el tío Barbas se dieron a la tarea de buscar en enciclopedias y cuentos, hasta que por fin toparon con la historia de uno de sus antepasados famosos, un legendario gato cuya vida fecunda y rica en aventuras lo había vuelto famoso y consagrado como gato sagrado de muchas leyendas populares. Y su nombre no tuvo discusión alguna: Apolo.     

Tan pronto como la camada cumplió tres semanas y estuvo lista para posar frente a la cámara con sus perfiles más coquetos, Papá Gato no paró de hacerles fotos a todo momento. Gracias a esto, desde la lejanía de su casa tropical, la prima Carito vio con ilusión la primera imagen de sus parientes en donde se mostraba al más chico acostado como un pequeño pachá, rodeando con una de sus manos la barriga de Mamá Gata y usando la otra como cojín para recostar su cabeza y poder de esta manera disfrutar mejor de su sueño profundo con las dos patas extendidas al garete, pero igual de cómodas. Un poco más abajo, sus dos hermanos mayores haciendo lo propio: el segundo, de nombre Merlín, también en los brazos de Morfeo, aunque agarrado con su boca a una teta de Mamá Gata, y luego Tanya, la hermana mayor, ahorcajada en un brazo de su madre, que también se dedicaba a dormir después de haberse aburrido leyendo el libro de moda: Las falsas memorias de Anastasia España, una tonadillera que al final de sus días había caído en desgracia por haberse enamorado de un gato equivocado...


La historia de Anastasia España era algo que tenía a todos los gatos pendientes de las prensa rosa. Mamá Gata no había sido la excepción y era de las que se jactaban, con justa razón, de poder mantener una discusión inteligente y veraz con cualquiera de los gatos expertos que se dedicaron a seguir, con interés casi científico, las aventuras y desventuras de quien fuera la más famosa cantante de todos los tiempos. Pues Mamá Gata contaba con una ventaja sobre todos, siendo como era sobrina de la mismísima tía Rigoberta, nacida y criada en la propia calle de la tonadillera, con lo cual conocía de primera mano detalles que nadie en Nueva Siam podrían saber.

Mamá Gata sabía, por ejemplo, el gran secreto de Anastasia, aquel que hubiera escandalizado a más de un fan: que a la artista nunca le gustaron los ratones, al punto que la primera vez que su madre quiso enseñarle las triquiñuelas para cazar, la futura diva se puso a maullar desconsolada, queriendo convencer a quien quisiera oírla, con argumentos de gata vieja, de que en pleno siglo XXI esto de aprender a cazar animalejos para comer era una pérdida de tiempo ya que alimentos era lo que sobraba sin necesidad de ir a conseguirlos mediante métodos antiguos. Así tal cual, según contaba la tía Rigoberta y repetía Mamá Gata, se había enfrentado la muy angora, sin importar que en la casa de al lado se encontrara Pascual Iriarte, un gato romano con el que la habían concertado en matrimonio, quien al oír estas declaraciones tan poco gatunas no dudo en deshacer el compromiso a la primera de cambio. 


Este detalle y muchos otros los sabía Mamá Gata y se los contaba a sus amigas cuando venían de visita a traerle regalitos por el nuevo alumbramiento. Tristemente esto de asistir como experta a uno de los paneles televisivos era por el momento algo remoto, ya que junto con Papá Gato había planificado con bastante anticipación el nacimiento de esta camada. Con lo que criar con esmero a los tres meninos  le ocupaba casi todo el tiempo, sin un segundo para pensar en la posibilidad de estar fuera de casa haciendo un viaje hasta los estudios de televisión.

Así que su relación con el mundo, además de las visitas, era conectarse al Internet un ratito todas las mañanas, a eso de las doce cuando cansados de jugar los pequeños se echaban una siesta. Entonces aprovechaba para escabullirse hasta el computador, leer los titulares del periódico “La crónica felina”, revisar el correo y subir fotos de su nueva familia en su perfil del catbook.com, para mantener el contacto con los parientes y amigos que se encontraban regados por los cinco continentes. De tanto en tanto, Mamá Gata sacaba también un poco de tiempo para chatear con la prima Carito, con quien no sólo se querían como hermanas sino que era la única gata a quien echaba en falta durante esta maternidad ya que que nadie como ella conocía todas las recetas útiles cuando se tenían bebés. Pero entendía también la ilusión que le hacía a Carito incursionar en el mundo del modelaje y tener a su lado al Vito Bazzano, un gato del jetset, buen mozo y amable, que le regalaba joyas, lindos vestidos de fiesta y la sacaba todas las noches a pasear por la zona rosa y muchas veces a tomar vino caliente en un fantástico mirador que daba a la ciudad, al cual solían ir para disfrutar del panorama los personajes de la farándula y los gatos de alcurnia, algunos de los cuales Mamá Gata conocía por las revistas que compraba para las clientas de “El Corte Siamés”, la peluquería de la cual era propietaria y de la cual volvería a ocuparse de tiempo completo cuando se le cumplieran los cuarenta días del permiso maternal.


martes, 22 de septiembre de 2015

Un 1/4 de Bradbury - 13 cuentos, 13 semanas

No sé si he hecho bien respondiendo a la convocatoria del guionista español Javier Meléndez Martín, quien un arranque por conservar su alma, se ha lanzado a cumplir con un cuarto del reto que propone Ray Bradbury de escribir un cuanto cada semana, y anda buscando para la empresa (que a pesar de corta sigue siendo miedosa) acompañantes de viaje.

Advierto que me apunto a la aventura en desventaja: Javier Meléndez no sólo es uno de los blogueros más prolíficos del oficio audiovisual, sino que también posee, como buen sevillano, una facilidad asombrosa para engastar palabras. Yo no soy lo uno ni tengo lo otro; apenas me encuentro en el tercer punto de giro de mi vida como artista, ese en el que luego de haber defraudado a la familia en la que nací por no haber sido médico y de defraudar también a la familia que formé por no haber cumplido con las expectativas de poder vivir de mi "arte", me encuentro defraudado de mí mismo por no haber cumplido  los propósitos trazados cuando todavía pensaba que el cielo me pertenecía. Es decir (y la observación también es de Javier) que estoy en la tormenta perfecta para zozobrar o empujarme con fuerza hacia un destino... Sea lo uno o lo otro, prometo que esta vez no saldré corriendo a montar un negocito que haga sentir seguras a mis dos familias.

El Proyecto 1/4 Bradbury comienza el 5 de octubre, es decir el día en que cumpliré la mitad de mi vida y en el que naceré de nuevo, toda vez que entonces comenzaré con este reto no sé si antes o después de entrar al quirófano en el que volverán a anudarme el ombligo. Es 1/4 de Bradbury porque no serán 52, como proponía el fantástico estadounidense, sino 13 los cuentos a escribir.

Con las siguientes normas:

-Escribir un cuento nuevo cada semana.
-Comenzar a escribir un lunes y publicar antes del domingo de la misma semana.
-No hacer trampas. Un cuento nuevo cada semana. Ni rescatado ni retocado. Es un reto creativo.

Probarse uno mismo: conservar el alma. Y que alguno de los 13 nos resulte bueno.